sábado, 16 de julio de 2016

Misión vital


Toma el diario. Saca sus lentes y relee lo que escribió cuando timbraron en el salón. Recuerda que era una tarde de marzo. El olor de Teresa. Los muebles de un curuba que palidecía. El carmín sobre sus labios vaporosos, gotas de agua. Ahora le astillaban las pestañas.

Querido diario,

Respirando.
Espío el cajón e intempestiva ahorca una tentativa. La tentativa del final. Se fortifican los gritos discretos de los años, envidiosa desde las uñas de los pies hasta las impurezas de la cabeza. Quiero lentamente. Lenta pero súbitamente, discreta pero explícitamente, llorar, hasta no gritar, hasta no palpar, hasta no ser.
Y pienso en la imposibilidad de acrecentar el odio, y no tener ganas de remendarlo de ninguna manera.
La culpa entera recae sobre mi cabeza, y no lo resisto.
Debo exiliarme a un mundo en donde sea imposible permanecer en estado de reposo, en donde no tenga culpa sobre el tedio de vivir.
Donde no pueda espiar nada. Ni sentir las serpientes, ni pensar.
Donde todo sea automático y no pueda recordar, ni martirizarme sabiendo que detrás de otros cajones está el polvo acumulado de la comodidad, de la desconfianza, de un consentimiento y berrinche que vive como una rosa que se cae.

Ese mismo día fue  a pincharse los dedos con las rosas del jardín. Y ahora lo recuerda, recuerda que nunca cayó como si hubiera tropezado con una rueca o mordido una manzana envenenada.

Piensa su cuerpo marchito, las pestañas que le incomodan y se caen como los pétalos. Aún abundan en el jardín.

Debí hacerlo- pensó.
Después de todo, solamente he encontrado otro deseo incumplido con cada pestaña que habita en los poros de mis mejillas. Después de todo, no encontré otra cosa que rencor.

Y vuelve al momento en que sonó el ding dong y abrió aquel salón de ballet. Descubrió que como para una gacela, siempre había estado planeado el momento de su cacería.

Esa noche volvió a dormir.

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