domingo, 21 de octubre de 2012

ANACORETA

 Hace mucho había dejado de sentir la vida, había llorado la muerte, mi muerte, la cesación intelectual, existencial, pasional, lo que se quiera llamar vida... el verde, el agua del charco, el espíritu de anhelar algo magnánimo, maravilloso; la esperanza, el respirar, el espacio para la tristeza absoluta.
Recuerdo cómo salía a la calle, a los espacios verdes, y no podía contener mi llanto, porque sabía que estaría muerta y ya empezaba a morir. Eran sollozos inenarrables, que aparentemente surgían sin razón, mientras todos en la calle pensaban que las niñas lloraban sin argumento..."deberían preocuparse por lo que sí vale la pena"... como si alguien tuviera la experiencia absoluta de todos los ángulos y aristas para determinar qué es relevante y que no.
La niña, es más anciana en su corazón que las montañas de los Andes, y la senectud no es experiencia, es desgaste innecesario.

Sentía la ausencia de mí misma en cada entraña, sentía rabia, sentía asfixia, sentía deseos de aniquilar lo que nunca podría: una muerte inevitable.
Pasaron los años y poco a poco fui perdiendo mi respiración, de vez en cuando volvía un ataque pulmonar, me tiraba de lo alto de nuevo, sentía un vestigio de la vida... pero no importó, fui olvidando lentamente lo que era estar viva y la angustia que me producía el solo hecho de pensar en la muerte inminente.
Ya llevo viviendo en ella mucho tiempo, viviendo en la muerte, y hoy, solamente contemplo al anacoreta con el pelo por los suelos de manzanas inundado...me pregunto ¿estás vivo o muerto como yo?

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